– ¡Parece que estoy gravemente herido!
– Con mi inteligencia y su fuerza, haremos un equipo excelente.
Y entonces aparecía la risa. La risa incontenible de un chico de 12 años que iniciaba su vida de estudiante secundario. La risa que podía meterme en problemas porque brotaba de golpe en una clase, o era tan imparable que terminaba molestando a otra gente. Pero él me entendía. Yo lo entendía. Quizá, al principio, la unión no era tan sólida. Pero Half-Life—juego que llegó a nuestra vida con el doblaje “gallego”—fue uno de esos primeros bloques que construyeron mi amistad con Agustín y que compensó cualquier desacuerdo que pudiera surgir. Luego, el lazo quedó sellado.
Fundido a negro, casi 20 años después. Agustín ya no está. Falleció en 2013, a causa de una enfermedad curable pero nunca tratada, pues cada vez que iba a un médico le surgía otro problema de salud.
El día que me avisaron, el shock vino acompañado de un recuerdo inmediato. O varios, porque los videojuegos que había disfrutado con él no eran pocos. Allí estaban los partidos de FIFA 2002 y las locuras de GTA Vice City. Más tarde, recordé el terror que nos habían hecho pasar DOOM 3 y Resident Evil 4. Eran noches geniales.
Lo confieso: al principio, mi amistad tenía un dejo de interés, un acercamiento no solo porque compartíamos gustos gamers, sino también porque su PC podía soportar lo que la mía no. Así que todos los fines de semana quería estar ahí, con ese fútbol que mi computadora movía de a dos frames por segundo o ese DOOM que requería nada menos que 384 MB de RAM.
También lo admito (y me alegra tanto decirlo): en muy poco tiempo, la conexión abandonó esa cuestión interesada. Y, claro, ahí estuvo la saga Half-Life, una joya cuyo brillo iluminaba momentos de colegio, meriendas y hasta noches de boliche.
Los videojuegos y Agustín, un primer refugio para aquel chico que amaba el gaming en un momento en que no podía encontrar a otras personas para comentarlo. Y dentro de ese refugio, Half-Life como rincón principal, una fuente de comedia y confianza.
Yo—que no salía ni a la matinée, tenía un modelo de vida demasiado estructurado en la cabeza y ni siquiera podía plantearme un leve desvío del estudio o la formalidad del aula—, tenía frente a mí alguien con quien compartir ese título. El juego había salido en 1998 y yo lo había estrenado en 1999 o 2000. ¿La historia? Un científico de 27 años llamado Gordon Freeman (nombre que nos parecía sumamente gracioso por su “hombre-libre” final) se encontraba prácticamente solo frente a una invasión alienígena surgida de un experimento fallido.
La cámara en primera persona, los puzzles cuidadosamente diseñados, los diálogos sincronizados con la tosca pero certera apertura bucal, el ambiente de centro de investigación apocalíptico y la variedad de enemigos con sus propias—y excelentes—inteligencias artificiales era todo lo que necesitaba para quedarme horas frente a la PC. Más tarde sabría que esos componentes construirían un clásico de la historia del gaming, pero en 2002 no lo tenía tan claro. Tampoco pensaba que a nadie más le fuera a gustar, aunque eso era cosa mía: todo lo que a mí me gustaba me parecía “raro” y capaz de convertirme en el hazmerreír del resto de los mortales… excepto con Agustín.
Aquí es el momento en que me podrían preguntar “¿y por qué no entraste en algún foro para comentar el juego si tanto te gustaba?”. Yo les podría responder “tenés razón”, pero como ya mencioné, mi mente era demasiado estructurada como para arriesgarme a charlar con un montón de gente desconocida. Así que ahora puedo completar el significado de ese refugio que mencionaba: la conjunción de Agustín y los videojuegos no solo me ayudó a entender que no estaba aislado, sino también que podíamos formar una especie de alianza contra el mundo.
En Half-Life derrotamos a Nihilanth y nos reímos con el movimiento que el G-Man aplicaba a su corbata pixelada. Después ampliamos nuestra amistad a través de las expansiones: Opposing Force (el juego desde la perspectiva de un soldado estadounidense encargado de “limpiar” el desastre extraterrestre y las pruebas del experimento) y Blue Shift (la visión de la catástrofe desde uno de los guardias de seguridad) y hasta el multijugador (que daría a luz al Counter-Strike) nos proveyeron de más frases en tono ibérico y también de risas para entender que yo ya no tenía solo un refugio, sino una casa. Con mi primer mejor amigo de la secundaria yo podía empezar a romper mis ideas estructuradas.
El tiempo pasó. Llegó 2004 y nos metimos de cabeza en Half-Life 2. En su casa (porque mi PC aún era una carcasa con circuitos de pobre calidad), ese mundo, esa segunda parte de la media-vida, fue la que nos unió aún más. Ya no solo era disfrutar de un título, sino entrar en una nueva era gráfica y narrativa de los videojuegos. Gordon ya no era solo un científico, sino un revolucionario, un guerrero; y ahora estaba una mujer del mismo tenor a su lado, Alyx. La historia—elaborada en todos los puntos de su tensión dramática—tenía scripts tan fluidos y tan bellos que nuestra sensación era la de estar en una película que, afortunadamente, te dejaba tomar el control el 99 por ciento del tiempo. En resumen: una adrenalina como nunca antes había sentido por una experiencia interactiva.
Nuestro código, mi media-vida y su media-vida, se tornaron palpables desde el momento en que tocaba el timbre de su casa. Al igual que un buen jugador de fútbol tiene la cancha en la cabeza, nosotros teníamos el mapa del Resident Evil 4, del DOOM y del Half-Life 2 en cada neurona.
Aunada en esa base—y también en los sándwiches que preparaba su abuela y el fútbol que hacíamos en su patio—, la conexión me ayudaba, y creo que a él también. No por nada, una vez me dijo: “Me tenté en la iglesia. Eso no me pasaba antes de conocerte”. Le pregunté de qué se había reído. Aparentemente, una de las participantes de la misa había leído un texto que, en relación a Dios, decía “su nombre es Señor”. Él no se había podido contener. Claro, nuestro código se había trasladado a cada palabra, frase o conversación que escucháramos. La risa por el nombre “Gordon hombre-libre” y las oraciones “gallegas” del juego ahora se expandía cual mancha de aceite por otros capítulos de la vida cotidiana. Y lo disfrutábamos mucho.
Como suele pasar al terminar la secundaria, nuestro contacto se hizo cada vez más esporádico. Gordon, G-Man, Black Mesa, los vortigaunts y las hormigas-león siguieron ahí, pero me quedé sin el refugio. No es que fuera antisocial, es decir, que mi manera de pensar o los propios videojuegos me hubieran apartado totalmente del contacto con la gente: hice nuevas amistades; me integré al quehacer universitario sin problemas; empecé a salir más; logré quebrar pensamientos enquistados que, en épocas pasadas, me habían hecho creerme “especial” frente a los otros.
Sin embargo, entre 2007 y 2010, no supe bien a quién o a dónde recurrir para recuperar la conversación que quería. Hice la carrera de Cine, pero nadie hablaba de videojuegos, mucho menos de por qué el doctor Isaac Kleiner tenía un “headcrab” como mascota.
Dejé Cine y me fui a Periodismo. Pasó lo mismo, aunque ahí sí pude empezar a transitar otros tipos de relaciones. Hubo una especie de “clic”: tal vez fue el propio avance de la industria del videojuego, los comentarios que empezaban a aparecer en las emergentes redes sociales o la expansión de internet y sus medios de comunicación. No obstante, creo que Half-Life, ese bloque que compartía con Agustín, también devino responsable. Me di cuenta de que, tal y como Gordon había aceptado en Half-Life 2—siempre en silencio, característica fundamental del personaje—el mundo distópico en el que se encontraba, yo empecé a aceptar mi amor por los videojuegos, a expresarlo y no dejar que nadie me dijera cuáles debían ser mis gustos.
Desde aquel maldito sábado de septiembre de 2013, también empecé a aceptar algo más. A pesar de que mi mente ya andaba mucho más “suelta” y que había encontrado a otra gente con quien compartir el gaming, mi pensamiento sobre Half-Life empezó a cerrarse sobre sí mismo. Rejugué el original y, especialmente, la secuela. Pero tenía la sensación de que faltaba algo… algo como una carcajada al matar un “headcrab zombie”, una puteada por no resolver bien un puzzle, una brusca imitación de la fonética española del doblaje, una pausa para ir a merendar y charlar de qué diría Gordon Freeman si hablara.
Fueron—y son—juegos estelares. Cada tanto volví a meterme en esos recorridos de laboratorios destruidos, ciudades tétricas y caminos costeros. Pero los años pasaron y jamás los volví a tocar: mi media-vida, su media-vida, quedó en una columna porta CDs.
Curiosamente, siempre decíamos que Half-Life 3 iba a salir en nuestro lecho de muerte. 14 años después, el juego quizás no salga nunca y mi amigo ya no está. Ahora pienso si valdría la pena que salga. Si él no lo puede disfrutar conmigo… la verdad es que las ganas de que algún día se estrene no se van. Pero, si ese día llegara, ¿cómo no derramar alguna lágrima en el teclado?
Ahora mismo veo el disco de Half-Life: Lost Coast, esa demo tecnológica que introducía la tecnología HDR… que él me grabó. También la jugué de nuevo en algún momento. Ya no más.
Lo que sí puedo ver sin problemas son esos videos tan absurdos como efectivos de la serie Half-Life: Full-Life Consequences, videos que vi con él y que también formaron parte de nuestro código por un tiempo. Me resultan menos difíciles de afrontar que los juegos, porque es algo que solo tengo que ver. En cambio, Half-Life exige que me ponga en la piel de alguien, me esfuerce y use mi cabeza para resolver enigmas o disparar a los soldados de la alianza alienígena que domina la Tierra. Todo, sin nadie que me acompañe.
Agustín me diría que soy un boludo, que cómo no voy a jugar a algo solo porque él ya no está. Le daría la razón… media razón.
No volví a encontrar a nadie con quien compartir Half-Life de esa forma, a quien poder decirle «parece que estoy gravemente herido» para reírnos hasta morir. Es una parte que posiblemente no vuelva. Si bien los foros y los comentarios de YouTube están llenos de mensajes sobre la aventura creada por Valve, siempre va a faltar un comentario, aquel comentario que me remita, por ejemplo, al sudor frío que nos recorría el cuerpo cuando descubrimos que sí o sí teníamos que cruzar el terrorífico pueblo de Ravenholm, donde, al anochecer, los “headcrab zombies” eran la menor de las preocupaciones.
Por supuesto, hoy en día, tras encauzar mi carrera de comunicador, ver el avance multidisciplinar de los videojuegos y hallar a mucha más gente con quien puedo compartir mis pasiones, las cosas tienen un ribete muy distinto al de 2002, 2004 o 2007. Tengo amigos para hacer partidas multiplayer y para desglosar las narrativas de cada título, o para hablar de cualquier otra cosa sin el apuro de pensar en el qué dirán. La vida es otra, y agradezco nunca haber abandonado mis gustos. Sin embargo, todavía llevo una media-vida.
Pero este texto no pretende ser una victimización, una acusación ni una mera descarga emocional. Esas etapas ya pasaron. Estas palabras son, simplemente, una carta de afecto para los que dejaron de tener a su compañero de aventuras tan virtuales como reales. Porque, ¿qué otra cosa es un videojuego que una experiencia que, si es buena, nos sumerge en algo que sentimos por el resto de nuestras vidas? ¿Acaso la virtualidad no es un compromiso con la realidad?
Quienes perdieron a un ser querido lo saben: estamos gravemente heridos, pero podemos—y debemos—seguir.
Porque Agustín sí está. En los sueños, lo veo feliz con su banda de rock estilo grunge; lo escucho reírse de mí por las estupideces que puedo decir cuando me pongo ansioso; lo adivino no tan cercano a los videojuegos como me volví yo, pero sí guardián de ese tesoro de frases que supimos combinar. Guardián de una media-vida que me va a devolver cuando nos veamos otra vez. Quizá, cuando esto suceda, pueda volver a insertar el disco en mi vieja Intel Celeron y, esta vez, invitarlo yo a jugar.
por Emilio Gola