Aviso: este escrito relata un hecho central sobre las primeras horas de The Last of Us Part II. Avanzar con precaución.
Hace algunos años estaba en una hemeroteca leyendo El heraldo cinematográfico, una revista argentina del siglo pasado especializada en cine, cuando encontré algo que me dio un poco de ternura: la crítica de Lo bueno, lo malo, lo feo (Il buono, il brutto, il cattivo), el spaghetti western con el famoso duelo de miradas entre Clint Eastwood, Eli Wallach y Lee Van Cleef. La película, que se estrenó en 1966, inspiró a cineastas como Quentin Tarantino, bandas como Metallica y videojuegos como Red Dead Redemption, no solo por la estética, sino también por la manera de narrar una historia. El director italiano Sergio Leone, a diferencia de John Ford, no tenía inquietudes filosóficas sobre la conformación de los Estados-Nación en el Lejano Oeste. Uno podría argumentar, sin menospreciar en absoluto al western estadounidense, que su visión era una cuestión de pura forma. El montaje, el ritmo de la música de Ennio Morricone, la puesta en escena, los duelos: a John Ford, uno de los grandes poetas del séptimo arte, jamás se le hubiera ocurrido estirar durante siete minutos un duelo entre pistoleros. A Leone sí.
Volvamos entonces a la hemeroteca, donde yo estoy con los guantes puestos para no dañar esa revista de la década de 1960, leyendo la crítica especializada. La crítica—bastante breve—se limitaba a contar el argumento y dar puntajes. Por ejemplo: había un desglose donde el crítico (cuyo nombre es un misterio, porque no se firmaban las críticas de la revista) calificaba del 1 al 10 a las películas según el «valor artístico» y el «valor comercial» de cada una. La película de Leone tenía 6/10 en ambas categorías. Yo sonreí cuando vi esas notas y seguí leyendo otras cosas.
Se puede pensar que tal vez esos puntajes fueron una cuestión de miopía de algún crítico de cine argentino de esa época, pero… no es tan así. Si revisamos las críticas de grandes películas de cualquier época, podemos derribar el mito que supone que muchas obras de arte, las cuales quedan en la posteridad, son muy bien recibidas al momento de su estreno. Muchas no tienen esa suerte. Vértigo (Vertigo, 1958) fue un fracaso de taquilla justo cuando Alfred Hitchcock tenía éxito con la mayoría de sus títulos. El propio maestro del suspenso la consideraba, en su famosa charla con Truffaut, una película menor dentro de su obra. El tiempo (y la famosa encuesta de Sight & Sound) la ubicó como una de las mejores (o la mejor) película de todos los tiempos. El «chico genio» Orson Welles, con 24 años, veía cómo la prensa no era tan benévola con El ciudadano (Citizen Kane, 1942)… otra de las que hoy consideramos como una de las mejores obras que hayan pasado por el cine. Godzilla (Gojira, 1954), El Padrino: Parte 2 (The Godfather: Part II, 1974), y varios títulos más, tuvieron una recepción mixta al momento de su estreno.
Vamos a hacer un flashback al año 2020. Llegaba, después de tantos retrasos, noticias sobre una producción más o menos caótica, y en medio de una pandemia, de uno de los videojuegos más esperados en mucho tiempo. The Last of Us, el primero, salió a la venta en 2013, pero todavía me acuerdo muchas de las emociones que tuve al jugarlo. En especial por esa escena final, con ese primer plano de un rostro desolado y ese corte a negro brutal que no vendía ninguna secuela sino que, como Sin lugar para los débiles (No Country For Old Men, 2007) enfrentaba a los individuos con algo mucho más grande que ellos mismos. Sospecho que ni los agentes de marketing más entusiastas de Sony sospechaban que un juego sobre otro apocalipsis zombie se convirtiera en algo más que un éxito comercial.
Volvamos al 2020: siete años después llegaba la secuela hecha, en su mayoría, por el mismo equipo. Años anteriores no podía más que imaginar la experiencia extraordinaria que podría ser jugar a una secuela (aunque, si nunca llegaba, no me iba a molestar: sentía que el primero era una obra que podía terminar tal cual lo hacía). Al fin, cuando pude sentarme a jugarlo, la emoción no era la misma. ¿Qué pasó? ¿Tanto cambié, que la perspectiva de jugar a la secuela a uno de mis juegos favoritos de la década pasada no me generaba el mismo nivel de adrenalina? ¿O fue otra cosa?
De pronto me di cuenta que en esos siete años el mundo había cambiado. Como Ellie en el final de The Last of Us, para muchos la inocencia ya era un recuerdo. No se trata de nostalgia por un año que era solo en apariencia más sencillo que el que nos toca vivir, porque entre la ignorancia y el conocimiento elijo lo segundo (aunque la primera opción sea una bendición y la segunda parezca una desgracia): los cambios políticos, más allá de cuestiones partidarias, que sucedieron desde 2013 cambiaron al mundo. Los días previos al lanzamiento de The Last of Us: Part II ya estaban cargadísimos de opiniones a favor y en contra. En cualquier red social distintos bandos amplificaban sus voces para destruir o elevar a la categoría de obra maestra a un juego que ni siquiera había salido al mercado (o, en muchos casos, que ni siquiera habían jugado). Como sucede con algunas películas muy esperadas, se trataba de cumplir expectativas desmedidas que sepultan la sorpresa, el compartir y debatir sobre una obra de arte. El mayor campo de batalla cuando se estrenó The Last of Us: Part II fue… Metacritic. No trato ahora de echar la culpa de todos los males a este sitio o creer que puede funcionar como el sacrificio necesario para que mejore la discusión sobre el arte, pero sí quiero señalar algunas ideas que me parece que restan más de lo que suman.
Metacritic, RottenTomatoes o Todas Las Críticas, son sitios que reúnen los análisis de los críticos especializados y generan, en base a todas las opiniones, un consenso o promedio. En una primera instancia, es algo útil que parece darle más reconocimiento a los críticos. No obstante, el problema es uno parecido a la crítica que tiene puntajes: todo se reduce a la nota. Me pasaba a mí cuando tenía 15 años y abría el diario para ver con cuánto habían calificado a la segunda película de Piratas del Caribe. Tres estrellas sobre cinco. No recuerdo nada del texto: solo ese puntaje y la mediana decepción que sentí al ver esa calificación. No importa el texto, importa el número. ¿Qué podemos decir del nuevo tanque de Hollywood? Que tiene 80% en RottenTomatoes y la etiqueta de Certified Fresh. Está certificado como un producto «fresco». Todo es binario: es «bueno» o «malo», no hay espacio para el intercambio de ideas. No hay lugar para la duda. Se vende o no se vende. Metacritic califica con un sello que dice “Must see!”. Antes que revalorizar a la crítica de artes, estos sitios contribuyeron a la decadencia en la escritura, porque no importa qué se tiene para decir sobre una obra (ni siquiera quién lo dice), sino cómo va a incidir ese análisis en un promedio general.
El arte es una mercancía, pero a nadie se le ocurre puntuar un cuadro de Jackson Pollock o ponerle una etiqueta que diga “Must see” porque es un poco ridículo. Pero sí sucede, cada vez más, con los videojuegos y el cine. Cuando Roger Ebert, uno de los críticos de cine más populares en Estados Unidos durante varias décadas, dijo que los videojuegos no eran arte, muchos de sus seguidores (y muchos más todavía de los que no lo conocían pero llegaban a su artículo por otros medios que levantaron la noticia) se enojaron. Uno de los argumentos en las respuestas era que ciertos videojuegos sí eran arte. Uncharted 3: Drake’s Fortune, mencionaba un comentario, era arte porque tenía un puntaje casi perfecto en Metacritic. Algo así como 96 o 98 puntos sobre 100. ¿Qué nos dice eso sobre una obra? Nada. Un puntaje, un promedio, una etiqueta, nos dice más sobre el estado de las cosas que sobre la obra en sí.
Entiendo que puede ser difícil derribar el concepto de que las notas numéricas no dicen nada sobre el arte porque fuimos—somos—educados para creer que las personas nos podemos reducir a números. Desde las instituciones educativas (donde la idea es que si tenés promedio alto sos inteligente y vas a ser útil para la vida social, mientras que si tenés un promedio bajo no vas a estar capacitado para desarrollar tus aptitudes a pleno) hasta la siniestra forma que tenemos de pensar a los demás (Mark Zuckerberg ideó un algoritmo para puntuar a las mujeres y revolucionó el mundo: hoy asociamos cantidad de likes, seguidores o vistos, con lo que «vale» una persona, un programa o lo que sea). Esa lógica se trasladó al mundo del arte. Pasó con Uncharted 3: varios se enfurecieron cuando apareció una crítica negativa que hizo que el juego no tuviera un puntaje perfecto. Es importante aclarar algo: creo que hay críticas mejores y peores, pero una crítica favorable puede ser mala y una crítica en contra puede ser buena. Se trata, para mí, del desarrollo de los argumentos, la producción discursiva y la construcción del relato que se haga. Nada me entusiasma menos que ver 200 críticas en RottenTomatoes y que la mayoría diga lo mismo. La crítica es un acto humanista como pocos porque no es una cuestión científica. No se puede «medir» la cantidad de planos que tiene una película para determinar si es «buena» o «mala». Lo que hoy consideramos «malo» el día de mañana puede estar canonizado como un exponente de todo lo bueno. En lo que yo entiendo como crítica hecha en serio está la persona que escribe. En el medio que sea. En el cine se lo considera a Armond White un «contra» porque alaba películas que sus pares odian y destruye a las que son consideradas perfectas. Como «arruina» el promedio perfecto de muchas películas queridas varios piden, en total sintonía con los tiempos que corren, que lo echen del medio en el que trabaja o no lo incluyan más entre los críticos profesionales. La realidad es que, aún cuando pueda no estar de acuerdo con algunas de las ideas políticas de Armond White (o sus opiniones sobre ciertas obras), me interesa leerlo. Porque tiene personalidad, su escritura tiene estilo, y ya con esas dos cosas se destaca en medio de un desierto de críticas que parecen hechas por bots. Me pasa también cuando veo los análisis en YouTube de videogamedunkey: sé, por ejemplo, que no le gustan los JRPG y tiende a disfrutar más los juegos en 2D tipo Metroid. Lo conozco y cuando lo escucho hablar sobre algún juego siento que lo conozco un poco más. Al mismo tiempo, tiene ideas interesantes sobre la experiencia que tuvo al jugar.
Una de las cosas que nos enseñaban (y enseñan) en las escuelas de arte o cine es que para hacer crítica uno tiene que dejar de lado la experiencia personal y escribir de manera objetiva. Algo que me parece problemático de ese planteo es que nuestras producciones son extensiones nuestras. Tenemos vivencias distintas. Visiones del mundo distintas. Sensibilidades y gustos diferentes. La riqueza, como la entiendo yo, está en la pluralidad. Fue lo que me motivó en primer lugar para escribir en GitGud: el interés genuino en el texto. Uno cuando sale con un amigo, un familiar, una novia, lo que sea, a ver una película puede reducir la conversación a «me gustó»/«no me gustó» y listo: a otra cosa. Pero en la crítica esa reducción empobrece al arte. Enfrentar ideas, opiniones, enriquece. Voy a ir más allá: la oposición es indispensable.
Hay un artículo de Walter Lippmann, un periodista estadounidense que escribía en la década de 1940 o 1950, que se llama La oposición indispensable. Lippmann plantea algo en términos prácticos y políticos: necesitamos voces opositoras. No como un ideal tipo «sé que estás equivocado porque pensás distinto a mí, pero igual te dejo hablar porque defiendo la libertad de expresión». No: Lippmann dice que tenemos que prestar atención a quienes no opinan como nosotros porque nos permiten mejorar. Las dictaduras caen, sugería el periodista, porque los dictadores «nunca se equivocan». No hay voces en contra. En nuestra vida cotidiana los gobiernos oficialistas le pagan salarios a la oposición por eso mismo: porque necesitamos visiones distintas.
Cuando The Last of Us: Part II estaba por salir al mercado, todos los peores vicios de la crítica contemporánea estaban azotando al juego. Por un lado, se exigía a los críticos (a veces, esta exigencia, promovida por ellos mismos) que el juego tuviera el «puntaje perfecto». Cuando salió la crítica de Gamespot, en YouTube, llovieron los dislikes porque ese medio había sido uno de los primeros en darle una nota «baja» (8/10) en comparación con otros que le daban un puntaje perfecto. Esa bronca de los usuarios que se traducía en dislikes había sido antes de que estallaran las polémicas contra el juego, que ni siquiera había salido a la venta en ese momento. No importaba debatir ni discutir ninguna idea: la calidad técnica o narrativa era algo que se había preestablecido de antemano y requería una nota perfecta (la periodista Alanah Pearce, en IGN, dando sus primeras impresiones de Mass Effect: Andromeda reconocía que la presión de los fanáticos contra los periodistas por un título tan esperado los intimidaba más que el enojo de cualquier distribuidora o productora de videojuegos por una nota baja). Por el otro lado, cualquier voz en contra respondía a alguna agenda política que no soportaba que una mujer musculosa hubiera matado al protagonista de la entrega original. Entonces, la discusión quedaba reducida a lo más cloacal de las redes: si a uno le gustaba The Last of Us: Part II era porque respondía a intereses corporativos (los periodistas «vendidos»), o era un SJW, o tenía una carga ideológica de izquierda. Pasaba algo parecido a la inversa: si a uno no le gustaba The Last of Us: Part II era porque venía de incels de derecha votantes de Donald Trump. El puntaje de los críticos casi perfecto estaba comprado o era válido según quién lo leyera. El puntaje de los usuarios era honesto o era puro spam de «gente que no sabe», según quien interpretara los datos. La lógica polarizadora del Certified Fresh, del «bueno» o «malo» llevada al extremo. Los días previos al lanzamiento, cuando estaba por jugarlo, me di cuenta que esa situación me desanimaba a la experiencia. No porque tuviera miedo al qué dirán (me pasa con el cine, ya estoy acostumbrado), sino porque sentía que no iba a aportar en nada mi opinión.
Mientras más jugaba en esos días previos, más reconocía algunos de los halagos y de las críticas que se le hacían al juego. Compartía, por ejemplo, que la narración era caótica (no en el mejor sentido) y que ciertas cuestiones dramáticas no estaban del todo bien resueltas. Pero no pensaba que fuera todo el desastre que argumentaban otros. Quedaba impresionado por el nivel técnico que, cuando lograba maridar con la narración, la hacía una experiencia formidable. Sin embargo, había un gusto amargo en esos días y era que la experiencia parecía estar condicionada en esa batalla que cada vez tenía menos que ver con el juego. Sucede también con algunas películas, como la saga de Star Wars, las cuales se convierten en fenómenos culturales tan grandes que varios grupos se apropian de esas obras. Cada nueva trilogía tiene un peso tan grande por cumplir expectativas que termina sucumbiendo por su propio peso. Nos olvidamos que la primera película se llama Star Wars (La guerra de las galaxias fue el título en Argentina) y no Star Wars: Episode IV – A New Hope. Los títulos son importantes. No es necesaria tanta preocupación y fanatismo por asegurar que eso que esperábamos tanto es lo mejor o lo peor. ¿Qué tan distinto hubiera sido el panorama si en vez de fijarnos qué puntaje tenía The Last of Us: Part II se hubiera favorecido la discusión y la lectura de los textos en lugar del puntaje? ¿Es tan terrible eliminar por completo el numerito?
Una casualidad hizo que la nota que tenía pensada en su momento, cuando The Game Awards, como cualquier institución que premia al arte, prometía agigantar la grieta, cambiara. El tiempo hace eso con nosotros. Un año después del lanzamiento del juego volví a jugarlo, alejado de toda la furia que había despertado la falta de consenso. Lo disfruté más porque la obra ya no tenía esa carga. Para mí no es una obra perfecta: ni siquiera es mi juego favorito de ese año. Tampoco despierta en mí las mismas emociones que el primero. Pero esperar lo mismo sería un error porque tenía 23 años cuando jugué a The Last of Us, y 29 cuando jugué la secuela. El mundo era distinto. Yo era distinto. Pero al volver a jugarlo en 2021 tampoco es el mismo contexto. ¿Me hubiera gustado disfrutarlo más? Sin dudas. ¿Lo disfruté? Tampoco hay dudas. No creo que podamos medir obras de arte en términos de valor artístico o valor comercial. Me aburre esa lógica comercial. Prefiero pensar en las obras de arte en relación con nuestra experiencia a través del tiempo. No con números, promedios y consensos. Tal vez así se pueda alejar un poco la enajenación y ansiedad contemporánea para incentivar más la empatía, el diálogo y la oposición necesaria.
Pero, entonces, ¿cómo podríamos pensar en una propuesta superadora de esta lectura contemporánea de la crítica que se piensa en términos de promedios y números? No pretendo dar una respuesta del tipo que piensa que tiene la verdad, pero sí creo que las páginas que juntan las críticas son buenas plataformas para divulgar la redacción de textos críticos. Tal vez el modelo pueda convertirse en algo más que no esté tan pendiente de los números o el «consenso», sino que invite a un seguimiento más personalizado de ciertos autores. Todos podemos hacer críticas de cualquier cosa y dar puntajes. Pienso, por ejemplo, en las páginas donde se recomiendan cátedras universitarias y se califica a cada docente (no solo con puntajes, sino también con frases tipo «es muy exigente», «explica mal», «pone notas altas», etc.). La comparación no es gratuita: uno puede leer pocos o muchos comentarios pero, al final del día, desconoce quiénes escribieron o puntuaron a cada docente o cátedra. ¿Cómo fue esa persona como alumno? ¿Qué expectativas tenía? ¿Con qué otras cátedras y profesores compara para hacer la evaluación? Son muchos interrogantes que no podemos responder porque desconocemos a esos autores. Pero las páginas de críticas nos ofrecen una nueva posibilidad: empezar a conocer a quienes están detrás de los textos. Uno puede saber, entonces, quién escribe y cómo piensa. Las páginas les pueden dar voz. Después, como sucede con las cursadas universitarias, el cine, la música o los videojuegos, nos quedará acercarnos a la experiencia nosotros mismos para evaluarla según nuestro criterio. Y ahí sí, para no quedarse solo en números o puntajes: emprender un diálogo con el crítico, que es una persona. La rehumanización del arte.
por Pablo Planovsky