“¿Qué tenés ganas de hacer? ¿Jugamos a la Play?”. Durante esta eterna cuarentena, este fue un diálogo que se repitió numerosas veces con mi pareja. Ella, relativamente nueva en el mundo gamer, encontró una fuente de entretenimiento ideal para pasar estos días repetitivos de encierro. Yo, un asiduo videojugador, una manera de compartir un hobby que comenzó a una muy temprana edad y 30 años más tarde sigue estando presente, cada vez con más fuerza.
En la casa de Paula nunca hubo demasiado lugar para los videojuegos. Con sus hermanas solían entretenerse mirando televisión, jugando a las muñecas o saliendo a andar en bicicleta. Eventualmente, con la llegada de una computadora hubo un acercamiento a este mundo con la ocasional aventura gráfica tipo Monkey Island, pero sin llegar a ser una actividad que se mantuviera en el tiempo. De más grande, siempre le pasaron de costado y nunca le terminaron de llamar la atención. De todas formas, nunca fue una actividad que miró con desprecio ni mucho menos. Solamente nunca tuvo una oportunidad concreta de meterse en este mundo. En aquella época no era tan común que las mujeres tengan el lugar que, afortunadamente, hoy comienzan a tener en el gaming.
Mi historia es un poco distinta. Desde que tengo uso de razón, siempre la actividad que elegía en mi tiempo libre estuvo relacionada a los videojuegos. Recuerdo mucho ir a la casa de un compañero de escuela que contaba con un jardín enorme y, por ende, la posibilidad de jugar al fútbol o realizar cualquier actividad física para la que no tenía lugar en mi departamento de Capital Federal. Sin embargo, todo lo que quería era usar esa computadora de su hermano mayor, la que podía correr los juegos más modernos. En mi casa siempre hubo una consola. Nací con una Commodore 64 bajo el brazo, la cual era un regalo para que mi hermana mayor no se ponga celosa con mi llegada. No tengo mucho recuerdo de está consola, pero sí de la querida Family, luego la Super Nintendo y las sucesivas PlayStation. Cada vez que podía comprar una nueva consola era un momento mágico en mi vida; aún recuerdo con claridad cuando las tuve en mis manos por primera vez, cuando finalmente las pude conectar. La sensación de sostener cada uno de los respectivos joysticks, sabiendo que podía jugar cuando quisiera. Me emociono de solo recordarlo.
Pasó el tiempo, pero está pasión no disminuyó. Claro que hay períodos en los que se puede estar más compenetrado con el gaming o tener más tiempo para ello. No obstante, dentro de una lógica irregularidad siempre hubo también una regularidad. Nunca dejé de jugar por mucho tiempo y siempre tuve la necesidad de hacerlo luego de alguna pausa prolongada.
Cuando hablo de pausas, es obvio que estas suelen darse por las responsabilidades habituales de la vida. Aunque cuando uno realmente tiene ganas, muchas veces puede encontrar un ratito para jugar. En mi caso, un periodo de mi vida en el que no pude jugar mucho fue por una relación de pareja. Ella no disfrutaba de los videojuegos y los miraba de reojo. Por más que intenté compartir este hobby, no hubo caso, y llegó al punto de que tampoco me sentía cómodo jugando por mi cuenta. Por más que parezca una pavada, cosas como está pueden afectar la relación. Dependiendo como se lo tome cada uno, de a poco puede crearse un resentimiento hacia la otra persona por no permitirle disfrutar de una actividad como esta sin sentirse incómodo. Recuerdo incluso, y hasta con un poco de vergüenza, llegar al punto de anhelar tener tiempo solo para poder jugar en paz. Mirando hacía atrás, solo puedo concluir que no manejé este tema de la mejor manera y seguramente debería haber encarado las cosas de otra forma y con más honestidad. Fue un error que no quería repetir.
Esta vez, al comenzar mi actual relación, me propuse poder compartir este aspecto importantísimo de mi vida y lograr que tenga su debido espacio. Creo mucho en la frase que dice “la felicidad solo es real cuando se comparte”, y realmente quería compartir con mi novia está actividad que tanto disfruto. La cuestión ahora era poder lograrlo de la forma más orgánica posible, tratando de no ser un pesado total y terminar produciendo el efecto contrario.
Allá por el año 2015, en el primer año de nuestra relación, decidí presentarle a Paula dos títulos single player que hacían foco en lo narrativo con buenas dosis de acción: Uncharted y The Last of Us. Me pareció una buena transición de ver series y películas a jugar videojuegos ya que se sentían básicamente como el mismo medio, pero en los que podías controlar al protagonista. La estrategia fue exitosa y significó el inicio a una actividad que realizaríamos asiduamente. La dinámica era siempre la misma, ella jugaba mientras yo miraba y trataba de ayudar cuando era necesario. Así me convertí en lo que se conoce como un “backseat gamer”, y lo disfrutaba mucho.
Cuando jugaba solo, siempre pensaba si el título en cuestión podría gustarle a Paula. De a poco nos alejamos de los títulos de acción para pasar a plataformeros, aventuras gráficas, indies o algún que otro RPG. También intenté con mucho miedo introducir un Final Fantasy, pero eso fue un fracaso rotundo. Tanto los RPG clásicos como los productos de origen japonés no suelen ser de sus preferidos, así que mucho menos la combinación de ambos. Puede ser muy duro no poder compartir lo que a uno le apasiona y manejar el rechazo del otro lado o incluso una simple diferencia de gustos. A uno puede costarle mucho entender que lo que le parece genial al otro puede no moverle ni un pelo. Es difícil no tomárselo personal.
Así pasaron cinco años en los que, con mayor o menor frecuencia, mantuvimos está tradición para nuestro tiempo libre. Habitualmente por la noche nos disponíamos a jugar a algún título, generalmente ella al mando y yo observando, comentando y ayudando si se daba la oportunidad. Muy de vez en cuando nos encontramos con algún juego que presentaba la oportunidad de ir pasándonos el control para ir turnándonos. Así fue que se volvió una práctica habitual en nuestro día a día.
Llegamos al 2020. Pandemia, encierro y auge lógico de los videojuegos. Fue en está época en la que, quizás un poco cansado de cumplir siempre el rol de espectador, decidí comprar un segundo control (sí, siempre tuve uno solo) con la idea de buscar juegos cooperativos que podamos disfrutar juntos.
Luego de haber pasado por una seguidilla de plataformeros indies que nos encantaron como Limbo e Inside, adquirimos un paquete de juegos que parecían de un estilo similar: Unravel 1 y 2. Una vez terminado el primero, nos dimos cuenta que la segunda parte se jugaba de a dos en forma cooperativa. Casi sin querer, teníamos la oportunidad de comenzar nuestra aventura de jugar en pareja.
La experiencia resultó muy positiva. Tuvimos que aprender a estar en sintonía, a comunicarnos tanto verbalmente como con nuestros respectivos personajes en la pantalla, a pensar juntos y planear estrategias. Por momentos, este título requiere habilidad individual en sus segmentos más plataformeros, pero al tratarse de dos personajes unidos por un hilo, siempre uno puede ayudar al otro y evitar que se caiga. En otros momentos, el juego te pide que pares un poco la pelota y pienses qué hay que hacer para avanzar. Aquí lo bueno es que no hace falta tener habilidad con el joystick, solo entender la lógica detrás de estos pequeños puzzles y saber qué mover y qué hacer para atravesarlos. Cuando uno le encontraba la vuelta, el otro se lo festejaba. Tengo que admitir que por más que yo corría con ventaja en las partes que se requería habilidad con el control (por haber pasado toda mi vida con uno en las manos), era Paula la que solía resolver los puzzles y me indicaba qué debíamos hacer para avanzar. Por suerte nos complementamos bien. Definitivamente disfrutamos mucho la experiencia de Unravel 2. Resultó un desafío con la dificultad justa y con una historia un tanto misteriosa que queda abierta a la interpretación; algo que hicimos apenas lo terminamos.
A partir de este momento, pasó a ser de suma importancia encontrar el juego ideal para compartir. Aunque no parezca, no hay tantas opciones como las que estábamos buscando. Por supuesto, hay muchos títulos para jugar de a dos, pero la mayoría te pone en veredas opuestas y se basan más en la competencia que en la cooperación. Esto desde un principio no nos interesaba tanto. De todas formas, probamos con algunos juegos de deportes y de pelea, aunque el hecho de ver quien era más capaz con el joystick y que haya un ganador no nos agradaba demasiado.
Hay una diferencia fundamental entre jugar con tu pareja y hacerlo con cualquier otra persona. Durante gran parte de mi vida he jugado con amigos en un tono más competitivo (muchas más veces que de forma cooperativa), y seguramente les haya pasado a ustedes también que el enfrentamiento, por más virtual que sea, muchas veces eleva el tono y crea rispideces. Puede resultar más o menos incómodo, dependiendo qué tan malos perdedores o ganadores sean, pero después cada uno se va a su casa y termina ahí.
Con tu pareja no. Tenés que seguir conviviendo. Pienso que dependerá de cada pareja: Puede que en ciertos casos se disfrute mucho de la competencia y la adrenalina que pueda generar. Pero en nuestro caso, ninguno de los dos es competitivo y no disfrutamos particularmente venciendo al otro. Me ha pasado con amigos, pareja o incluso desconocidos, de estar ganando cómodo y no poder evitar soltar un poco el acelerador para dejarme perder o alcanzar para que sea más parejo. Por lo tanto, termino entrando en una contradicción que no me hace disfrutar tanto de ese momento.
Entonces, ¿qué estábamos buscando en un videojuego? Básicamente, una experiencia compartida. Poder engancharnos con la propuesta de la misma forma que sucede cuando te entusiasmás con una serie y la ves entera de un tirón. Buscábamos sentir esas ansias porque terminen nuestras ocupaciones del día para sumergirnos en el título en cuestión y que no sea simplemente pasar el rato.
En los papeles, parecía que en A Way Out habíamos encontrado al candidato ideal para generar todo esto, ya que prometía una experiencia narrativa distinta y creativa junto a una jugabilidad hecha precisamente para la cooperación entre dos jugadores. Este título presenta una modalidad de pantalla dividida en la que se controlan dos personajes que deben ayudarse mutuamente en su aventura, la cual comienza con un escape de una prisión.
Nos tomó un buen tiempo terminar A Way Out. Nunca llegamos a sentir esas ansias por jugarlo y muchas veces lo dejamos colgado por unos días. Sucede que este juego, en sus escenas de acción y en su historia, aspira a conseguir algo parecido a las aventuras triple A más famosas, pero presentando una calidad notoriamente inferior. Las mecánicas en cuanto a las escenas de acción de disparos, por ejemplo, se sienten un poco toscas en cuanto al movimiento de la mira y hasta me daba la sensación de que la bala no iba necesariamente a donde estaba apuntando. A su vez, la historia resulta un tanto trillada y repleta de clichés. Claramente, su fuerte reside en la toma de decisiones y la colaboración entre jugadores. Pero incluso esos momentos no lograron que nos compenetremos con la experiencia. Cuando debíamos tomar una decisión, nos daba lo mismo qué opción elegir, no nos interesaba. Al final del juego hay un giro que cambia todo. No solo desde lo argumental, sino también desde las mecánicas de colaboración, las cuales eran la norma hasta ese momento. Personalmente, este giro me descolocó (en el buen sentido) y me pareció una vuelta de tuerca muy interesante, hasta necesaria. Sin embargo, a Paula le pareció más “meh” que otra cosa. No le llamó la atención en absoluto.
De está manera, A Way Out pasó sin pena ni gloria por nuestro catálogo y me hizo reconsiderar si era una buena idea compartir juegos supuestamente fuertes en lo narrativo. Lo que sucede en estos casos es que si fallan en el desarrollo de este aspecto, no cuentan con una jugabilidad destacada que compense y resulte en una experiencia divertida de todas formas. En está oportunidad tuvimos posiciones encontradas en cuanto a nuestra apreciación final del título y, por supuesto, la idea es que los dos disfrutemos de la experiencia. Por está razón, dudaba que la búsqueda del próximo juego debiera ir por el lado de la fortaleza narrativa como único pilar.
Al terminar algún título y mientras vemos los créditos finales, hablamos sobre qué nos pareció lo que acabamos de jugar. Debatimos un rato e intercambiamos opiniones. También lo hacemos mientras estamos en el proceso de jugarlo, durante la cena o una caminata. Esto es de lo que más disfruto con respecto a compartir videojuegos. Genera temas para hablar, crea puntos de interés en común, chistes internos y hasta un lenguaje propio, nuestro, uno que los demás no entenderían al escucharnos. Al fin y al cabo, ¿no es esta una de las cosas a las que se aspira en una relación?
Está reflexión toma mucha más fuerza cuando la situamos en el contexto pandémico y de encierro. Se ha escuchado mucho acerca de parejas que se rompieron por la cuarentena, por tener que pasar mucho más tiempo juntos de lo que están acostumbrados. Se puede generar hastío, roces y un hartazgo mutuo. Pero tener actividades para compartir, poder llenar las horas con algo que ambos disfruten y encontrarse en un punto de interés común es fundamental. No digo que es la fórmula de una relación exitosa, pero es una gran ayuda.
Llegamos a noviembre del 2020. Todo parecía indicar que todavía quedaba bastante cuarentena por delante. Revisando muchas listas de los mejores juegos con modo cooperativo, encontraba siempre en los primeros puestos a Overcooked. A su vez, había leído en más de una oportunidad que este título era famoso por generar conflictos entre los jugadores que lo compartían, ya que tenía un ritmo muy frenético y demandaba una coordinación perfecta. Aunque al principio no se notó, eventualmente notamos está dificultad que nos terminó exigiendo al máximo. Algo parecido sucedió con otro juego similar, Moving Out. No obstante, el tono cómico de ambos y que no se tomen tan en serio a sí mismos hace que la dificultad no sea avasallante y motivo de abandono. Nos daba muchas ganas de jugarlos como con ningún otro. Una vez terminados, nos quedamos con ganas de más y seguimos completando los niveles hasta lograr la mejor puntuación. Cuando no estábamos jugando, estábamos planeando estrategias, haciendo algún chiste mientras cocinabamos o movíamos un sillón en referencia a estos dos títulos, incluso nos hallábamos tarareando las distintas canciones de vez en cuando.
No todo fue color de rosas. La tensión y dificultad que aparecían en ciertos niveles desafiantes generaron alguna que otra discusión e incluso un rage quit. A quién no le ha pasado esto último, ¿no? Frustrarse al punto de apagar la consola impulsivamente. Pero debo decir que resulta mucho más chocante cuando se juega de a dos, y más aún cuando se da por una combinación de dificultad del juego con discusiones y reproches entre la pareja. Puntualmente lo que sucedió fue que arrojamos mal un sillón en Moving Out, lo cual nos hizo perder el nivel. Cada uno consideraba que el error lo había cometido el otro. El intercambio de opiniones escaló y se elevó el tono hasta el punto de apagar la consola. Por más que haya sido una tontería, no fue un momento agradable ya que no fue fácil volver a jugar como si no hubiera pasado nada. Pero con ponerse de acuerdo que era mejor no andar echando culpas, se logró volver y hasta pasar ese nivel tan complicado.
Honestamente, este hecho fue uno aislado y en comparación, fueron muchos más los momentos agradables que pasamos compartiendo videojuegos. Hoy en día, afortunadamente estamos saliendo de a poco de la pandemia, con menos restricciones para retomar la rutina de antes. Esto significa que ya no hay tanto tiempo para el gaming. Aún así, logró obtener su espacio y puedo decir que definitivamente llegó para quedarse. Ahora es parte de nuestra vida, algo que compartimos casi todos los días. Por más que no podamos jugar seguido, los videojuegos son parte de nuestro diálogo habitual, de nuestro vocabulario e incluso de nuestros pensamientos.
Parecería que la cuarentena está quedando atrás y para muchas personas resultó una época muy difícil. Pero para nosotros significó unirnos un poco más. Realmente no sé si la hubiéramos podido atravesar si no fuera por los “jueguitos”. No me queda más que agradecerles a ellos por acompañarme toda mi vida y por salvar nuestra cuarentena. Sinceramente, pienso que poder compartir algo que me apasiona tanto con la persona más importante de mi vida significa un éxito total y una alegría inmensa.
por Juan Schiaffi