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Editoriales

El espectro del comunismo en los videojuegos

El análisis de una industria falta de intenciones de revertir problemas políticos, sociales y culturales

El espectro del comunismo en los videojuegos

Podría decirse que Tetris fue un one-hit-wonder soviético en el mundo de los videojuegos, el único que trascendió globalmente las fronteras del bloque socialista de la mano de Atari, Nintendo y Sega, entre otras empresas. Ciertamente, había más videojuegos en la Unión Soviética (URSS) de lo que uno podría imaginarse. Un breve paso por el Museo de Arcades Soviéticos muestra una escena del gaming rica, pero la predominancia del tema bélico seguramente los hacía menos digeribles del otro lado de la “cortina de hierro”. Con todo, el diseño y tecnología de los arcades soviéticos no acompañaba lo que podía verse en Japón o EE.UU. en la década de los ochenta, los años de auge de los videojuegos. Son varios los factores que podrían haber definido esto: un relativo atraso técnico en materia de computación, un acceso muy limitado del público general a las computadoras, la falta de conexión con el arte digital producido en la región que les diera legitimidad cultural, sumado a una crisis política y económica general que resultó en la disolución misma del bloque socialista. 

Los videojuegos surgieron como un medio orientado directamente al entretenimiento, fuertemente dependiente de la tecnología de bajo costo, rápida renovación y accesible a desarrolladores y a un público amplio. Las condiciones de la URSS en los ochenta no seguían esto y de hecho son parte del minimalismo de Tetris, un software capaz de funcionar en computadoras muy “elementales”. Además, su simplicidad abstracta en nada remite al comunismo y puede que ello haya facilitado su circulación por el “mundo libre”. La cultura soviética tuvo representantes destacados en casi todas las artes y medios, pero, excepto el cine, no los tuvo en las formas de entretenimiento surgidas en el siglo XX que buscaron ubicarse como nuevas artes, específicamente los comics y los videojuegos, al menos comparando la URSS con EE.UU., Francia y Japón al respecto. En contrapartida, los videojuegos casi no han hecho uso de las estéticas de las vanguardias ruso-soviéticas, centrales en la historia del arte del siglo XX.

La escasez de software proveniente de la URSS y del resto del bloque socialista no significó que al comunismo le falte un lugar dentro de los videojuegos. Por el contrario, ha tenido un rol específico: un trasfondo histórico sobre el cual se despliegan los idearios políticos predominantes en el mundo “gamer”. Las alusiones al comunismo soviético como un régimen totalitario son múltiples en los juegos occidentales; a veces explícitas en su carga ideológica, como el caso de Call of Duty Black Ops; otras relativamente solapadas, como en el final de Zangief en Street Fighter II donde el entonces jefe de estado de la URSS, Mijail Gorvachov, baja de un helicóptero a saludar al “Ciclón Rojo” en persona, reproduciendo la idea de que los líderes soviéticos son omnipresentes y se apropian con su bendición política de los logros individuales. En términos generales, la representación del comunismo en los juegos de estudios grandes parece haber quedado frisada en la de un enorme desfile militar, gris y amenazante, o en la de una ciudad industrial decadente—representaciones que no suelen ser relacionadas a EE.UU., Francia o Inglaterra, a pesar de contar con desfiles militares y ciudades industriales semejantes.

Otros retratos negativos del comunismo hechos por desarrolladores occidentales tienen algunos matices. El final “bueno” de Mother Russia Bleeds, realizado por los franceses Le Cartel Studio, desbloquea el trofeo “I had a dream”, en cuyo ícono puede verse la bandera tricolor rusa emergiendo de una bandera soviética que se rompe. Este juego, sin embargo, no se presenta como claramente antisoviético; uno de los NPC que apoyan al jugador, Vladimir, es claramente un militante comunista. Además, la perversión militar y política que se expone no es inhallable en el resto de los sistemas sociales de los últimos cuarenta años. En todo caso, el juego se centra en un viejo exotismo de Rusia, un lugar moderno pero decadente, con habitantes prestos a todo tipo de excesos, ilegalidades y brutalidades. Similar es el caso de Paper please, donde la arbitrariedad y violencia burocrática de la migración, situada en este caso en Arstotzka, un país ficticio que viene a representar las naciones socialistas de Europa del este, no pareciera reconocer fronteras. El drama que retrata es válido y vigente tanto para países excomunistas, como Hungría, como para los típicamente capitalistas, como EE.UU. De hecho, su creador Lucas Pope, un ciudadano norteamericano residente en Japón, afirmó haberse inspirado en sus experiencias con el control migratorio de los aeropuertos. Sin embargo, el juego no representa un país ficticio asiático u occidental, ni en el espacio privilegiado de los aeropuertos, sino el estereotipo estético lúgubre del bloque socialista.

En la representación del comunismo soviético tampoco se suelen atender aspectos que podrían servir de ejemplo sobre esa experiencia, como el hecho de que en 1922 la URSS estaba social y económicamente devastada por la sucesión de guerras y hambrunas, y que en poco más de dos décadas lograron un desarrollo industrial y militar que les permitió derrotar al ejército alemán en la segunda Guerra Mundial, y devenir una potencia científica global que le disputó la carrera espacial, atómica y armamentística a EE.UU. y Europa occidental—un crecimiento acelerado que cualquier gobierno occidental querría para sí, en ese entonces y ahora. Algunos juegos sugieren este desarrollo técnico y científico. Sniper Elite II remite a eso con crudeza ya que el objetivo del protagonista/jugador es eliminar científicos nazis para que no sean reclutados por la URSS—sin cuestionar que los aliados hiciesen lo mismo. En otro tono, el juego Lifeless Planet parte de una premisa interesante: un astronauta angloparlante tiene un aterrizaje forzoso en Marte y descubre que el planeta ya estaba habitado por ciudadanos soviéticos que perdieron la conexión con la Tierra. Sin embargo, el juego no amplía sobre esto, se limita a mostrar un caserío abandonado y rápidamente devenir en una fantasía alienígena, por lo que desaprovecha la premisa de una sociedad soviética que no siguió los derroteros de la URSS, la notable ciencia ficción ruso-soviética enfocada en Marte, en particular, Planeta Rojo y Aelita, así como la historia real de la cosmonáutica soviética. 1

El tópico del comunismo comenzó a ser retomado con el paulatino crecimiento de desarrolladores de Europa central y del este, ya que es parte de su propio pasado. En ciertos casos se permite cierta nostalgia estetizada, como por ejemplo en Electro Ride, un juego de carreras donde es posible manejar autos fabricados en el bloque socialista en tonos neón y con música electrónica de los ochentas. Pero no es difícil toparse con posturas resueltamente anticomunistas. Black the Fall, publicado en 2017 por los rumanos Sand Sailor Studio, muestra un comunismo de puro encierro, trabajo forzado, control automatizado y propaganda. Durante el final, cuando el protagonista escapa de la mortífera vigilancia de guardias y autómatas, se ven imágenes de la rebelión rumana contra el comunismo a fines de la década de 1980. Metro 2033, de los ucranianos 4A Games, muestra a los comunistas como un bando opuesto pero semejante a los fascistas, ya que ambos se disputan autoritariamente los magros recursos de los escombros de Moscú luego de un cataclismo atómico producto de la Tercera Guerra Mundial. En la secuela, Metro: Last Light, los comunistas pasan a ser los principales antagonistas y un peligro para todos los supervivientes. Es difícil no hacer el paralelo entre estas narrativas y el fuerte crecimiento de los conservadurismos anticomunistas en Europa central y del Este en las últimas dos décadas.

Fuera del prototipo del comunismo europeo de la Guerra Fría, los comunismos de otras latitudes no han merecido mejor representación. Por un lado, los comunismos de Europa occidental brillan por su ausencia. Quizás el caso más patente es el de Wolfenstein: Youngblood. En una década del ochenta paralela, donde París sigue ocupada por los nazis, las hijas norteamericanas de B.J. Blazcowickz, el protagonista de la saga, buscan a su padre. En el juego no hay la menor alusión a que en el proceso histórico real el Partido Comunista Francés fuera central para la resistencia francesa y fue la única fuerza política civil que se opuso desde el primer momento a la ocupación nazi. La resistance queda así diluida en un anti-fascismo genérico y reactivo, además de ser mostrada como impotente e ingenua ya que en el título se encuentra completamente infiltrada—contrario a la enorme resiliencia y capacidad de organización del comunismo francés real frente a un fascismo local y alemán lanzado para eliminarlo. Sólo Jess y Soph, cuya caracterización es más cercana a las adolescentes de la actual costa oeste norteamericana que a alguien criado en un país ocupado, dan por tierra con los ocupantes alemanes. Por otro lado, los comunismos latinoamericanos sólo parecen haber sido dictaduras bananeras del caribe; Trópico 6 y, por lo visto, la próxima secuela de Far Cry ejemplifican esto. Hay una notable excepción: Guevara, publicado por SNK en 1987 en Japón, permite jugar como el Che Guevara y Fidel Castro para liberar a Cuba de la dictadura de Batista. Sin sorpresa, la versión occidental eliminó toda referencia a la revolución cubana, puso un “rey” como enemigo central y cambió el título a Guerrilla War.

Los comunismos de Asia tampoco suelen ser tematizados, pero por una razón más puntual: a lo poco que sabemos los occidentales del mundo asiático se suma la intervención del gobierno chino en el contenido de sus videojuegos. Algunos juegos indies asiáticos se permiten abordar temas políticos, como el caso de Detention de Red Candle Games y Behind the Screen, de 18Light Game. Ambos juegos trascurren en Taiwán durante la dictadura anticomunista de 1947 a 1987 y cuestionan la represión de ésta, pero no hay mención sobre el comunismo o la disputa respecto a si Taiwán es parte de la República popular de China o no. Respecto de los juegos producidos en China, desde este lado del mundo da la impresión de que no se pronuncian sobre el comunismo. Algunos parecen realizar un comentario lateral, como ICEY, del estudio chino FantaBlade, que presenta el problema del control unilateral y total de un creador omnisciente que sin cesar intenta dominar su creación. Podría leerse como una referencia a la extendida vigilancia gubernamental china, pero no cabe adjudicar tal problema solamente al gigante asiático. Sin embargo, el control del gobierno chino sobre los contenidos y actividades genera un efecto disuasorio innegable. Los problemas que tiene Red Candle con su siguiente juego, Devotion, en el cual en una ilustración menor se compara a Xi Jinping con Winnie the Pooh, o el conflicto político en el que se vio envuelta la empresa Blizzard durante su evento de e-sports Hearthstone Grandmasters al expulsar a un participante que se pronunció a favor de la independencia de Hong Kong de China, por mencionar sólo dos ejemplos, hacen que los desarrolladores orientales sean cautelosos y los occidentales eviten deliberadamente, incluso cínicamente, las cuestiones políticas para no perder acceso al inmenso mercado chino. Del comunismo, o las izquierdas en general de África, no parece haber la menor referencia; de hecho, el mundo africano en los videojuegos parece limitarse a desiertos, selvas, fauna, el antiguo Egipto y los guerreros primitivos.

En síntesis, salvo en un puñado de juegos, el comunismo es representado negativamente en los videojuegos. A veces es una suerte de variante del fascismo, cristalizado en un estalinismo totalitario; otras veces es un escenario exótico sin ser fantástico, pobre y disfuncional. Podría decirse que el comunismo tiene menos presencia en los videojuegos que la distopía cyberpunk capitalista—la que a su vez es contrarrestada con el recurrente escenario de un tecnocapitalismo futuro perfectamente viable—, o que no ha llegado a una trivialización semejante al zombie exploitation del nazismo en numerosos FPS. Sin embargo, sigue perteneciendo al “eje del mal” tácito de un occidente subsumido al mundo noratlántico.

Desde ya, ninguna forma de autoritarismo es admisible y eso incluye los diversos fascismos, el estalinismo, las repetidas muestras de control y represión de la URSS antes y después a Stalin, del gobierno chino, y otros gobiernos comunistas en todo el mundo. Pero insistir en representaciones estereotipadas del autoritarismo no tiene nada que ver con los hechos históricos, la memoria o la denuncia. Lo que está en juego es la definición de alteridades políticas, y qué revela eso de productores y consumidores de videojuegos. En estos se sostienen, generalmente, valores políticos que no se definen a partir de sus propias posibilidades y limitaciones, muchas veces ni siquiera son explicitados, sino que quedan presupuestos mediante un rechazo de valores percibidos como negativos. El comunismo, tal y como aparece en los videojuegos, es la contracara de otro ideario político tácito, un cuasi-liberalismo más o menos conservador que recorre los juegos como consenso ideológico devenido sentido común.

En tanto mero receptáculo de proyecciones negativas, el comunismo es parte de la reproducción de un maniqueísmo ramplón, donde los “malos” son inmensa e inevitablemente malos y los “buenos”, única y necesariamente buenos. Esta retórica genera un efecto puntual: define lo negativo e indeseable como algo ajeno, sobre-responsabiliza a los “otros” y nos des-responsabiliza. Ese contraste tajante fácilmente lleva a los “buenos” a la chatura subhumana y sádica de las variantes de Rambo y Captain Price que abundan en la propaganda pro-occidental. Pero la Rumania comunista no fue una mera imposición externa, fue construida y sostenida por rumanos; los excesos estalinistas fueron realizados por ciudadanos soviéticos hacia sus propios camaradas. Del mismo modo, el código común más o menos liberal y conservador occidental, lejos de ser inmediatamente reivindicable, ha generado todo tipo de autoritarismos dentro y fuera de nuestras sociedades. Ese “nosotros” es parte inherente del problema. Sin advertirlo ni discutirlo, se desecha toda variante a “nuestros” valores y modelos sociales, y por ende se justifican o desestiman los excesos que permanentemente se realizan en nombre de ellos.

Hay que reconocer la existencia de juegos que tematizan las tensiones entre la libertad colectiva e individual y el lugar de las tradiciones en la política actual, y los dobles discursos que se montan sobre ello. Por ejemplo, 1979 Revolution: Black Friday, de iNK Stories, donde se examina y cuestiona la doble retórica liberal-teocrática de Ruhollah Jomeiní y sus seguidores antes y durante la revolución iraní. Sin embargo, es muy difícil hallar juegos que aborden estos puntos, lo que confirma la tendencia ideológica general.

Es cierto que no todo juego tiene que pronunciarse sobre cuestiones políticas para ser entretenido, desafiante y de calidad—Tetris es un ejemplo de eso. Tampoco está intrínsecamente mal la construcción de mundos ficticios para escapar de las realidades diarias. Sin embargo, en la medida en que los videojuegos comienzan a asumir un rol semejante al del cine de masas, los tópicos políticos se vuelven inevitables. Cuando se insiste en representaciones y/o narrativas para evadir tales tópicos, queda de manifiesto la indiferencia y desconocimiento que el público y los desarrolladores tienen sobre la política en la que están inmersos. Más aún, se hace evidente que no hay intención de revertir los problemas políticos, sociales y culturales que nos afectan, no sólo por las cúspides empresarias que no quieren perder ni un céntimo en sus márgenes de ganancia, sino por el grueso de los jugadores y desarrolladores. Los videojuegos, como el cine o los comics, no van a cambiar los problemas acuciantes del mundo actual, pero son una industria cultural compartida que cada vez gana más espacio, define mentalidades y sensibilidades colectivas, y por eso puede proponernos u obstaculizarnos dar cuenta y atender tales problemas.

1. La principal NPC del juego fue llamada Aelita, pero no remite en ningún punto a la novela de Alekséi Tolstói o la película de Yákov Protazánov.

por Luciano Nicolás García