“Tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste.”
Karl Marx, Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844.
Son las siete de la tarde en Rotterdam y el sol empieza a ponerse en el Mar del Norte. La luz es perfecta para sacarle una foto a mi Scania, aprovechando el fondo ideal que da el puente sobre el Rin. Estoy fresca como una lechuga, tras dormir en el ferry desde Hull hasta la costa holandesa, y me preparo para atravesar Bélgica, Luxemburgo, Lorena y el Sarre para llegar a tiempo a Mannheim con un tráiler cargado de kerosene.
Se trata, por supuesto, de mi partida de Euro Truck Simulator 2 (2012). En la vida real hace años que no manejo ni una bicicleta. El planteo del juego es simple: llevar mercadería del punto A al punto B en un determinado tiempo. Si cumplís, ganás dinero. Así de fácil.
Habrá quien piense que es una propuesta pedestre. Al fin y al cabo, los videojuegos nos permiten crear mundos inmersivos que sólo somos capaces de imaginar. Y tal vez tengan razón, pero aún así estamos ante un título que lleva doce años en el mercado, tiene decenas de DLCs disponibles, nunca baja del top 50 de los más jugados en Steam y lleva recaudados entre 100 y 200 millones de dólares para SCS, el estudio checo que lo publica.
Euro Truck Simulator no es el único juego de este estilo. House Flipper (2018), el mayor éxito del publisher polaco Playway, tiene un appeal similar. El núcleo del juego es comprar propiedades caídas abajo para levantarlas y venderlas por un precio mayor. Pero no se trata de un desafío de management: el chiste es que es un simulador en primera persona, en el que deberemos limpiar pisos, juntar basura, pintar paredes, construirlas o demolerlas.
Según distintos estimadores, la recaudación en Steam estaría en torno a los 30 o 40 millones de dólares. Es el título más vendedor de Playway que, a diferencia de SCS, además publica en otras plataformas (consolas, mobile y otras tiendas de PC). Gracias al éxito de su catálogo (que incluye títulos como Cooking Simulator [2019] o Crime Scene Cleaner [2024]), Playway cotiza en la bolsa de Varsovia con una capitalización de mercado de 420 millones de euros, ubicándose entre las 80 empresas más grandes de su país .
Los juegos de trabajar, lejos de ser un fenómeno marginal, son un negocio fabuloso que concentra la atención de millones de jugadores en todo el mundo. Un dato: el jugador promedio de Euro Truck Simulator 2 le destina unas 102 horas a manejar camiones de mentira en Steam. Lo que nos deja la pregunta obvia: ¿Por qué tanta gente elige destinar tanto tiempo en hacer algo no muy distinto a actividades por las que podría cobrar?
Para empezar a investigar esto no tengo que ir muy lejos, afortunadamente. Frankfurt está a menos de 100 kilómetros de distancia de Mannheim, y a mi Scania todavía le queda gasoil en el tanque.
En 1913, Henry Ford inauguró un nuevo mecanismo de producción en masa: la línea de montaje móvil. Hasta ese entonces, el proceso de producción de un bien complejo, como un automóvil, involucraba la participación de distintos operarios llevando piezas y colocándolas individualmente en un punto fijo. La innovación de Ford fue mover el producto incompleto a lo largo de una serie de estaciones, mejorando la eficiencia, y logrando bajar los costos de producción: con el nuevo sistema, se podía producir un nuevo Ford T cada 90 minutos. Este sería, tal vez, el desarrollo más importante del siglo XX, revolucionando la economía mundial (y a su vez, al bajar el costo de los automóviles, llevando a la reconfiguración de las ciudades para adaptarse al nuevo medio de transporte).
Por supuesto, en una línea de montaje no hay lugar para la expresión personal ni para la individualidad. Un trabajador realizará siempre la misma tarea repetitiva, en la que se espera que su eficiencia sea brutal. Y lo mismo aplica a los productos resultantes: famosamente, Ford decía: “Puedo hacer un Ford T del color que el cliente quiera, siempre y cuando quiera un auto negro”.
Una década más tarde, y del otro lado del Atlántico, se fundaría en la ciudad de Frankfurt el Institut für Sozialforschung (“Instituto de Investigación Social”). El Instituto sería el centro de investigación de temáticas sociales de orientación marxista. Por supuesto, la llegada del nazismo al poder llevaría a que los intelectuales que lo componían se exiliaran. La mayoría logró llegar con vida a EEUU, donde recrearían el Instituto.
Dos de estos intelectuales, Theodor Adorno y Max Horkheimer, publicaron en 1947 una colección de textos llamada Dialéctica del Iluminismo, uno de los cuales trata sobre lo que ellos llamaron La Industria Cultural. El planteo central del ensayo es que la producción de entretenimiento sigue las mismas pautas que otras industrias: productos comerciales uniformes, sin creatividad, diseñados para su consumo acrítico. En parte, la propia realidad técnica imponía el formato: cuando se publicó este texto, por ejemplo, no existían los discos de larga duración (LPs). La industria discográfica podía publicar las grabaciones que el público demandara, siempre y cuando demandara singles.
Pero los autores se encargaron de remarcar que la homogeneización no sólo era una cuestión técnica, sino un fruto de la subordinación de la industria cultural a otros sectores del capitalismo. Hollywood, Broadway o Nashville son en realidad centros de propaganda al servicio de Detroit y Wall Street.
Yo no soy tan pesimista en este sentido, meramente me limito a relatar lo que piensan dos pensadores en un contexto intelectual y cultural que está separado del mío por un abismo temporal. Como mínimo, hoy me cuesta pensar que la industria cultural siempre sea la subordinada en esa relación: Disney, el Grupo Clarín, o el grupo Televisa, por dar tres ejemplos en diferentes países, tienen participación en negocios fuera de los medios de comunicación, incluyendo servicios de telecomunicaciones, financieros o turísticos.
¿Y por qué, si no comparto ese punto central, es que estoy hablando de estos autores? Por una observación que hoy tiene más sentido que nunca: “La diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío. Es buscada por quien quiere sustraerse al proceso de trabajo mecanizado para poder estar de nuevo a su altura.”
Si, suena tal vez algo obvio. Que el descanso es fundamental para preservar la fuerza de trabajo no parece la observación más aguda. Pero no se termina ahí: “La mecanización ha adquirido tal poder sobre el hombre que disfruta del tiempo libre y sobre su felicidad […] que ese sujeto ya no puede experimentar otra cosa que las copias o reproducciones del mismo proceso de trabajo. El supuesto contenido no es más que una pálida fachada; lo que deja huella realmente es la sucesión automática de operaciones reguladas.” (El resaltado es mío.)
Décadas antes de la aparición de los primeros videojuegos comerciales, Adorno y Horkheimer habían identificado algo crucial: esta sucesión automática de operaciones reguladas es algo análogo a lo que en Diseño de Videojuegos denominamos Core Game Loop, o “bucle de juego principal”. En cada momento durante una partida de cualquier juego, estamos analizando el estado del juego y tomando decisiones que lo afectan. Y si el jugador alcanza un estado de flow, esa sucesión de operaciones es, en efecto, automática y no consciente.
Claro está que esto aplicaría a todo juego y no sólo a los que son sobre trabajo. Alguien puede repetir acciones automáticamente en Tetris o Counter Strike con la misma facilidad que en Bus Simulator (2007-2002). Pero es una punta para empezar a analizar.
¿Fue esto siempre así, o son los juegos de trabajar un fenómeno moderno? Parecería que es una tendencia más actual, aunque ha habido elementos de esto desde las primeras etapas de nuestra industria. Tal vez el primer juego de trabajar haya sido Shark Jaws, un arcade de 1975 en el que controlamos un buzo que debe recolectar peces (si, como Dave The Diver [2023]) mientras esquiva un tiburón. Pero este arcade primitivo es más interesante por la historia de su desarrollo (Nolan Bushnell, CEO de Atari, creó una empresa fantasma para publicarlo, temiendo un juicio de derechos de autor por Tiburón [Steven Spielberg, 1975]) que por su gameplay.
En 1984 hay por lo menos dos arcades “importantes” sobre trabajar. El primero es Tapper, un juego sobre servir cerveza a los parroquianos de un bar (y tal vez el primer advergame, gracias a los omnipresentes avisos de Budweiser). El segundo es Paperboy, de Atari Games, en el que debemos recorrer calles llenas de obstáculos en nuestra bicicleta para distribuir diarios. Ambos fueron éxitos, recibiendo ports a distintas plataformas hogareñas. Sin embargo, si les quitamos la temática laboral, son shooters: ambos juegos son sobre moverse y disparar en el momento preciso.
Mucho más cerca de lo que buscamos se encuentra Crazy Taxi, arcade de Sega de 1999. Y acá sí estamos ante un producto que recrea una visión estilizada de un trabajo. Claro, nadie lo llamaría realista (si querías eso hubieras jugado Super Sane Taxi), pero es un juego de manejar un auto, levantar pasajeros y dejarlos en otro lado. El ritmo frenético está impuesto por su plataforma: un arcade en el que con una ficha te puedas quedar durante horas sería un suicidio comercial.
Desde el lado hogareño, esta clase de juegos fue mucho más esquiva durante el siglo XX. Sí, Microsoft Flight Simulator (1982) existe desde los 80s, pero no es lo mismo volar que ser piloto. Podés pilotear un Boeing 747, pero salvo por la física del vehículo, daría lo mismo que estés detrás de los controles de un Cessna o de un Learjet. Tal vez lo más parecido sea algo como Life and Death (1988), juego en el que encarnamos un médico y tenemos que diagnosticar (y curar) a nuestros pacientes.
Mucho más comunes eran juegos de gestión, como Railroad Tycoon (1990), Theme Park (1994), o SimFarm (1993). Pero los juegos de management son su propia cosa. Sí, administrar una empresa es trabajo, pero acá estamos hablando de acciones repetitivas, no de decisiones estratégicas.
Si la PC tenía SimFarm, las consolas tenían Harvest Moon. Salido originalmente en 1996 para SNES, el título intentó algo novedoso: combinar mecánicas que podrían estar en un Zelda con una temática centrada en plantar, cosechar y criar animales. Si bien no fue un éxito rutilante, fue el suficiente como para que antes de fin del milenio hubiera versiones para Game Boy, Game Boy Color, Nintendo 64 y PlayStation. Hoy existen decenas de secuelas y spin-offs para múltiples plataformas.
Pero el mayor legado de Harvest Moon (hoy rebautizado Story of Seasons) puede haber sido ser la inspiración de Eric Barone, más conocido por su nombre de estudio unipersonal ConcernedApe. Barone es el autor de Stardew Valley (2017), un juego que comenzó siendo un clon aspiracional de Harvest Moon pero que pronto se convirtió en un fenómeno masivo: mientras escribo estas líneas, a ocho años de su lanzamiento original, el juego está en el puesto #14 del ranking de jugadores simultáneos en Steam. Las estimaciones más confiables confirman que tiene una recaudación en el orden de cientos de millones de dólares… sin incluir los ports de consola, los mobile u otras tiendas de PC. Nada mal para un juego 2D sobre cosechar tomates hecho por una sola persona.
Es difícil pensar en qué momento pasamos de que los juegos de trabajar fueran un nicho o un producto de culto a ser una parte sustancial de la dieta gamer contemporánea. SCS Software viene creando juegos de camiones desde principios de los 2000, por ejemplo. Pero en 2011 algo pasó que cambiaría el rumbo de la industria para siempre.
Minecraft tal vez no sea una representación tan directa de un trabajo concreto como otros títulos que nombramos antes, pero no podemos dejar de mencionarlo. En primer lugar, porque mecánicamente encaja perfecto. El núcleo central del juego es la repetición de un ciclo rutinario: extraer recursos, crear nuevas herramientas, extraer nuevos recursos, etc. Pero esto no sería tan importante si no fuera porque estamos hablando del juego más vendido de la historia, con más de 300 millones de copias a esta altura. Si una idea funciona bien en algún juego indie experimental, podría ser copiada. Si esa misma idea funciona bien en un éxito supermasivo, definitivamente será copiada.
La idea de recolectar recursos para crear nuevos objetos se volvió ubicua durante la década de 2010. Lo que antes era reservado a un sector específico del gaming se convirtió en una piedra angular del diseño contemporáneo. Muchos de los juegos de trabajar antes mencionados llegaron al mercado tras el éxito de Minecraft. En casos más extremos, se dio origen a un nuevo género, el juego de supervivencia u “open world survival craft”. Y de estos, otro que merece ser parte de de nuestro análisis es No Man’s Sky.
El juego de supervivencia en el espacio fue lanzado en 2016 tras una larga campaña de hype… y se chocó contra la pésima recepción de parte del público, que esperaba un producto mucho más completo que el que inicialmente recibió. Pero, con el tiempo, No Man’s Sky fue sumando contenido y mejoras para convertirse en otro clásico perenne de nuestros tiempos, rara vez bajando de los 100 más jugados en Steam. El núcleo central del juego es poco más que Minecraft en el espacio: recolectar recursos, construir una base y herramientas, mejorar la eficiencia, vender nuestro excedente y así seguir nuestro viaje hacia el centro de la galaxia para descubrir el enigma que plantea el universo.
Como dije hace un par de secciones, no me encanta la lectura de Adorno y Horkheimer sobre el juego como herramienta de dominación. Si creemos que los juegos son arte (o, al menos, que tienen el potencial de serlo), tenemos que creer que incluso dentro de cualquier maquinaria comercial existe lugar para la expresión personal.
Sin embargo, hay una manera en que indudablemente los juegos han insidiosamente creado una nueva forma de explotarnos en nuestro rato de descanso… y no tiene nada que ver con juegos en los que “jugamos a trabajar”.
Sobre todo a partir de este siglo, el juego online desplazó totalmente al single player y al multijugador local. Esto no quiere decir que estas otras modalidades no existan, pero en todas las plataformas los títulos online siempre lideran los rankings de juegos más jugados.
En paralelo, a partir de la década de 2010, el smartphone se convirtió en la plataforma de juegos más popular. Y una de las consecuencias fue la popularización del modelo “Free to play” (F2P), en el cual los jugadores no pagan un precio por adelantado para poder empezar a jugar, sino que existen compras opcionales (a veces no tanto) dentro de la aplicación.
Estos dos desarrollos casi simultáneos tuvieron el efecto de hacer crecer una nueva funcionalidad: las estrategias de retención. Por distintos motivos, existe una búsqueda de que los jugadores no abandonen. En el caso de los F2P, es para maximizar la posibilidad de que un jugador realice una compra. Es más probable que alguien quiera “invertir” en un juego en el que ya tiene un progreso más avanzado que en uno en el que recién empieza. En cambio, en juegos multijugador (tanto competitivos como cooperativos), incluso si el jugador no paga está agregando valor: es valioso como un adversario o aliado de quienes sí lo hacen.
El mecanismo más común para mantener a los jugadores compenetrados es crear recompensas periódicas (generalmente diarias o semanales). Así, Pokémon Trading Card Game Pocket (2024) nos recompensará por conectarnos todos los días y realizar algunas acciones triviales. De la misma manera, eFootball (2021) (la última encarnación de Pro Evolution Soccer, ahora en formato gratuito) nos recompensará por jugar partidos todos los días. Otros juegos, como Destiny 2 (2017), son algo más sutiles, pero el mecanismo en el fondo es el mismo.
Por supuesto, también hay gente que trabaja de jugar. Y no digo sólo streamers o competidores profesionales de esports: hablo del submundo del Real Money Trading, personas que se dedican a obtener y vender recursos en juegos a cambio de dinero real. Por ejemplo, venta de items in-game en juegos que lo permiten, venta de cuentas o incluso servicios de “leveleo” por los cuales podemos pagarle a alguien para que nos ayude a progresar más rápido en un juego. Notoriamente, este mundo nos dio a Steve Bannon, estratega de campaña de Trump y arquitecto global de la derecha radicalizada: antes de sus emprendimientos de medios, fue dueño de “granjas de oro” chinas para World of Warcraft.
¿Está necesariamente mal esta práctica? Me cuesta castigar a alguien que encuentra un rebusque, pero creo que estos casos siempre revelan un problema de diseño: si preferís pagar para que otra persona juegue por vos, tal vez tu juego no es tan divertido y deberías probar otra cosa. Y esto vale doble para todo el mundo de juegos crypto/NFT “play to earn”: si el juego fuera divertido no tendrían que coimear jugadores, vendrían solos. Y si bien este mercado colapsó durante el “criptoinvierno” el ciclo del humo ya volvió a comenzar.
Pero incluso trascendiendo estos casos, a veces obscenos, hay otras maneras en que los jugadores añaden valor a los juegos: creando contenidos. Hacer fan art, streams, o incluso mods son maneras de aportar a la comunidad detrás de un videojuego. Y esa comunidad es una parte crucial de mantener vivo un proyecto. De hecho, hasta el sólo hecho de jugar y hacer que un título suba en un ranking de actividad es, en sí mismo, una forma de aprovechar el esfuerzo de los jugadores en beneficio de los desarrolladores.
Pero si Adorno y Horkheimer prefiguraron esta nueva forma de explotación a través del ocio, creo que lo que sucede con fenómenos como Minecraft, Euro Truck Simulator, Stardew Valley o No Man’s Sky es algo distinto. No es que seamos incapaces de disfrutar algo que no tiene la forma del trabajo, en parte porque cada vez más nuestros trabajos no se parecen a los que los teóricos de Frankfurt tenían en mente al escribir de este fenómeno: es que son, contra toda lógica, una vía de escape.
En sus Manuscritos Económicos Filosóficos de 1844, Marx introdujo el concepto de alienación. A grandes rasgos y tal vez simplificando demasiado, se trata de un malestar profundo producido por la disociación entre el trabajador y el mundo que habita. Es la deshumanización del trabajador, que existe sólo para cubrir el bache que la tecnología no puede cruzar.
El principal motor de la alienación es la apropiación de los frutos del trabajo: un obrero produce como parte de un sistema, pero no recibe el fruto de su labor, ni tiene control sobre cómo se realiza la producción.. A cambio de su tiempo y esfuerzo, apenas recibe lo suficiente como para sobrevivir… o tal vez incluso menos: mientras escribo (febrero de 2025), el sueldo básico de un trabajador de call center es poco más que lo que cuesta alquilar un departamento de dos ambientes en Buenos Aires. El efecto es lo que Marx describe como “la separación de la propia esencia”.
Esto se retrata de manera maravillosa en What Remains of Edith Finch (2017). La historia de Lewis Finch, el hermano mayor de la narradora, es narrada mientras el jugador repite las acciones monótonas de su trabajo en la línea de montaje de una envasadora de pescado. La tarea es simple: tomar un pescado del lado izquierdo de la pantalla, y trasladarlo al derecho, donde su cabeza será cortada por una guillotina. Mientras tanto, una porción cada vez mayor de la pantalla es ocupada por la representación de las fantasías de Lewis, narradas por su psiquiatra.
Cualquiera que haya tenido un trabajo de verdad conoce esa sensación. Es imposible sentirnos realizados cuando el mundo no sólo nos coloca en el lugar de un engranaje, sino que nos lo hace saber a cada instante (y tal vez incluso luego nos recrimina perversamente por esta falta de realización).
Algo así le sucede en los primeros minutos de juego a nuestro protagonista de Stardew Valley. Tras largos años trabajando para Joja Corp, el protagonista renuncia y va a hacerse cargo de la vieja granja que le legó su abuelo en un pueblo rural. Ahí podrá reconstruir el centro comunitario del pueblo y reforzar sus lazos solidarios con sus vecinos, pero sobre todo: apropiarse de los pepinos que sembramos.
Algo similar pasa en No Man’s Sky: está bien, tal vez tengamos que estar desesperadamente minando cristales de oxígeno para no morir en una atmósfera hostil en un mundo desierto… pero al menos puedo quedarme con ese oxígeno, vender el excedente en una estación espacial, y mejorar mi nave espacial con el dinero resultante. Con esa nave podré viajar a otro mundo desierto, dedicarme a la minería de metales preciosos, construir una base con instalaciones sofisticadas para procesar mis materias primas…
Y ni siquiera hace falta ir al espacio. Volviendo a los juegos con los que empezamos, en Euro Truck Simulator es trivial conseguir suficiente dinero como para comprar una flota de camiones y contratar empleados. Sin embargo, elegimos seguir realizando el trabajo, porque es divertido recorrer un continente si no tenemos la presión de un jefe ladrándonos porque tardamos 20 segundos de más en cargar combustible. Algo similar pasa en House Flipper 2: tras un par de días realizando tareas de limpieza y pintura tendremos suficiente dinero como para comprar una casa y ponerla a punto. Así da gusto el trabajo manual.
La promesa de los juegos de trabajo, entonces, no es la de una situación familiar repetitiva para cerebros destruídos por el capitalismo. Es la de un mundo en el que trabajar no sea alienante. ¿Estamos, entonces, ante otro opio de los pueblos?
Acá es donde se me acaba el marxismo. Hace décadas que en occidente no hay perspectiva revolucionaria. No sabemos qué nos deparará el futuro, pero segurísimo que no es una revolución socialista al estilo de las del siglo XX. Y lo pocos que avizoramos de nuestro futuro tecnofeudal, para usar el término acuñado por un ex empleado de Valve, es aún peor de lo que ya existe. En estas condiciones, necesitamos alguna perspectiva para no caer en el corchazo.
Aunque más no sea la fantasía de minar asteroides para quedarnos con sus recursos minerales.
por Sole Zeta