El límite que separa al juego de la vida real puede ser, en muchos casos, difuso y un poco gris. Desde una mirada socio cultural, este es, quizás, uno de los mayores beneficios que tiene el juego como herramienta en el desarrollo del ser; su infinita capacidad de simular la realidad sin recrear ninguna de sus amenazantes consecuencias. Los palos que se transforman en sables láser, las cocinas que preparan espectaculares banquetes sin siquiera subir un grado su temperatura, o los jinetes que derriban en su cabalgata tanto torres como peones, son solo algunos de los ejemplos en donde el juego simula inocentemente una realidad que, de otra forma, sería un hábitat particularmente hostil para quién todavía está dando sus primeros pasos.
Pero no todo juego está exento de consecuencias. Acechan, detrás de cada uno de estos espacios “libres de humo”, algunas entidades que pueden no ser del todo beneficiosas, y que empiezan a moldear un orden que puede llegar a ser difícil de revertir.
A medida que el humano se desarrolla y profundiza su relación con el entorno, pueden empezar a construirse espacios donde el juego pierde un poco su inocencia y se transforma en un espacio fértil para la aparición de diversos dispositivos de poder. Como si de un caballo de troya se tratara, en cuanto la palabra “ganar” ingresa en la percepción de alguien que está jugando, vomita en su interior una serie de nuevos conceptos que tienen el poder de contaminar todo lo que tocan. “Perder”, no en términos de no lograr un cometido propuesto, sino en términos de ser sometido a un otro que se posiciona, instantánea y artificialmente, por encima de uno, es quizás uno de los primeros e irreversibles pasos de la vida adulta. El puntapié inicial del infierno sartreano.
Aunque este panorama sobre la jerarquización de las consecuencias del juego puede parecer desolador, puede ser utilizado a nuestro favor. Si toleramos la presencia de la competencia y la entendemos como una compañía indeseada, pero inerradicable de algunos espacios lúdicos, entonces, quizás, podemos emplear esta falsa imitación de conflicto como un terreno donde poder confrontar intenciones sin las nefastas consecuencias que podría tener este mismo evento en otros espacios. ¿Cuántas muertes podrían evitarse si las guerras migraran sus trincheras a los bordes entre cuadrados de colores?
Como si, a través de un ritual encerrado en un tablero y unas piezas pudiéramos transmutar lo bélico en político, y lo político en un juego. Transformar cadáveres en piezas talladas, dinero, fruto de la carga impositiva de múltiples inmuebles obtenidos a puro azar y viveza, en simples papeles de colores, o vivir en carne propia, aunque sea solo la de los propios dedos, la emoción de meter ese gol que te separaba de la copa mundial. Muestras del enorme beneficio que podemos obtener si sabemos controlar esa invasiva competencia y usarla a nuestro favor.
El juego es, desde cualquier definición que se proponga, la versión más inocente de la naturaleza hostil que, a veces, parece ser inherente a la propia condición humana. Los juegos tienen la versatilidad de ser tan ridículos o tan serios como quienes los quieran jugar. Los juegos no son inocentes, y no es recomendable jugar con los juegos si uno no está dispuesto a tomarlos en serio. No nos olvidemos que el mismo tablero de ajedrez, pieza de decoración inerte en cualquier espacio cotidiano como una oficina, tuvo un rol trascendental en la Guerra Fría. Casi como una materialización de ese campo de batalla etéreo que a veces parece ser la política internacional, ese tablero supo alojar sobre si las jugadas de grandes maestros que parecían depositar en cada pieza el peso abismal de conceptos cuyas consecuencias, aún hoy, continúan marcando las agendas internacionales. Haber podido migrar las trincheras y los cuarteles a casilleros y relojes es, sin lugar a dudas, una de las transacciones más redituables que ha habido durante toda la historia de la guerra. 1
Pero este relato no es exclusivo de occidente. En oriente, desde hace más de 2,500 años, el arte de jugar al Go es practicado por diversos contendientes de todas las edades y estratos sociales. Tan hercúlea es la tarea de poder dominar el Go que, recién en el 2016, un programa de computadora (el software AlphaGo) fue capaz de vencer por primera vez a un campeón mundial de Go, marcando así uno de los hitos más trascendentales en la historia de la inteligencia artificial moderna.[1] Para dar una perspectiva, este evento sucedió casi 20 años después del encuentro entre Kaspárov y la computadora Deep Blue,[2] en el que esta última fue capaz a derrotar al gran maestro, dando paso a una era atravesada por la ambición de computar el conocimiento.
Es interesante notar cómo, en este recorrido, acabamos de ser testigos de un punto de inflexión en la historia de los juegos: la génesis de un espacio especial para medir el desempeño de una creación humana. Ya no hay humanos enfrentando a humanos en un (idealmente) delicado equilibrio entre placer y frustración. Ahora tenemos un entorno idílico en el que podemos determinar el desempeño de una máquina contra su clásico antagonista: el humano. Hemos visto cómo se sentaron los cimientos de un coliseo conceptual en el que podemos enfrentar sin consecuencias las más pintorescas construcciones del ser humano: robots ajedrecistas,[2] algoritmos que intentan predecir el caos,[3] teselaciones aperiódicas,2[4] y hasta a la más avanzada combinación de todas ellas (hasta ahora): la inteligencia artificial.
La inteligencia artificial y los juegos, tanto en video como analógicos, han tenido una relación estrecha e íntima desde que el humano emprendió esta epopeya de intentar imitar computacionalmente la mente humana. DeepBlue y AlphaGo son solo dos de los muchos ejemplos en los que la ciencia ha elegido los juegos como espacio para dar sus batallas y a los jugadores como sus contrincantes. Y esto es, a todas luces, una consecuencia natural de la necesidad de imitar patrones de conducta para volver más fidedigna la experiencia de juego cuando se migra a los espacios digitales. Espacios que, casi intrínsecamente, parecen ser más solitarios. En el momento en que decidimos jugar “solos” estamos eligiendo, en realidad, jugar contra un contrincante etéreo: al “Solitario” no lo jugamos solos, sino contra el azar. Es esta necesidad de emular a un otro en el juego lo que explica los 16 años que pasaron entre el desarrollo de los primeros videojuegos, como el Tennis for Two (1958) o el Spacewar! (1962), los cuales eran simétricos y requerían la necesidad de dos participantes sincrónicos, y los primeros videojuegos single-player, como el Space Invaders (1978), en los que uno de los participantes había podido ser reemplazado por una computadora.
Fue, en parte, esta demanda de desarrollar modelos computacionales que simulen el comportamiento humano lo que marcó el rumbo de las primeras investigaciones en inteligencia artificial y el desarrollo de los primeros test para evaluar su desempeño. Como si de distintas versiones del Test de Turing 3 se trataran, los videojuegos pasaron a ser ese espacio en el que se ponía a prueba la capacidad de un modelo de imitar un patrón de comportamiento en específico, dando lugar a fenómenos tan inesperados como las fascinantes competencias académicas de videojuegos, donde se emplean distintos modelos de Inteligencia Artificial en videojuegos como Ms. Pac-Man (1982),[5] Starcraft (1998),[6] o Angry Birds (2009),[7] para ser empleados como entornos de evaluación de robots y algoritmos. Hasta el uso de Minecraft (2011) para estudiar las mejores maneras de entrenar un modelo de inteligencia,[8] debido a la enorme demanda de criterio que implica cumplir tareas en un ambiente tan abierto y variado.
Un apartado aparte amerita el uso de inteligencias artificiales en los videojuegos donde las peleas toman un rol central, para los cuales el desempeño del adversario debe ser hostil pero no abrumador, buscando la tensión entre un modelo que pueda ganar, pero también perder. Esta demanda de un contrincante capaz de ajustarse al usuario dio lugar al empleo de modelos de inteligencia artificial adaptativos, en los que la retroalimentación 4 permite alterar la dinámica de juego a medida que el usuario explora nuevos patrones.[9]
Uno de los primeros ejemplos en lucir este tipo de respuestas adaptativas a través de una enseñanza no supervisada es la mecánica de ShadowAI del videojuego Killer Instinct de 2013, en el que los enemigos aprendían los patrones de combate del jugador para luego replicarlos bajo ciertas circunstancias durante la partida.[10] Esto no solo permitía a los jugadores poder entrenar “contra sí mismos”, analizar sus fallas y mejorar sus estrategias de combate, sino también proponer una especie de juego en línea asincrónico, donde uno era capaz de combatir contra el modelo de inteligencia entrenado en base a patrones de juego de un contrincante sin que este estuviera efectivamente conectado.5 El hecho de encontrar similitudes entre jugar contra un contrincante que no es humano, pero se parece, y los grandes modelos de lenguaje que simulan relaciones afectivas artificiales es una responsabilidad que queda a cargo del lector.
Esta pequeña, y para nada extensa, genealogía de la relación entre el humano, los juegos y la ambición de recrear una mente a partir de instrucciones y comandos parece de manifiesto el rol fundamental que cumplen los juegos en determinar nuestra propia condición humana.
Aunque es, a mi parecer, una distopía insufrible pensar en escindir el juego del humano, es cierto que, a medida que avanzan las nuevas tecnologías, parece inevitable que estas colonicen espacios que antes estaban completamente relegados a la mente humana.
Así como la televisión trajo imágenes que delimitaron conceptos que antes vivían únicamente en ese limbo, tan personal como superfluo, al que llamamos imaginación, la creciente implementación de sistemas de inteligencia artificial para optimizar el desarrollo de una partida en un (video)juego parece atentar contra la esencia artística de “saber jugar”. Si existe una manera eficaz, impecable, infalible, y probada de realizar una acción en un juego (bloquear un combo de ataques, desplegar tropas, arrojar una granada o elegir una combinación de items y ataques en un orden específico) entonces: ¿Qué sentido tiene seguir jugando? ¿Qué nos espera detrás de la cortina de la hiperproductividad y la búsqueda de un rendimiento intempestivo y pleno?
Parece que el camino que emprendimos desde los albores de esta relación entre el humano y el juego encuentra su fin en un abrupto acantilado en el que el humano, quizás, ya no forma parte. O bien como espectadores, o bien como titiriteros, da la sensación de que el espacio que le queda al humano es, como poco, insípido. Resulta imperioso volver a introducir lo lúdico en el juego, e intentar desarmar, de a una risa a la vez, la relación entre el juego y el poder. No podemos permitir que la competencia erosione lenta e irrefrenablemente una de las cualidades que trasciende al ser humano: el saber jugar.
Sin lugar a dudas, la relación entre el humano y el juego es algo que debemos aprender a tomarnos en serio.
1 Quienes estén interesados en sumergirse un poco más en este rol tan peculiar del ajedrez en la política pueden disfrutar de la película The Coldest Game (Kośmicki, 2019). Es una buena (y atrapante) pincelada introductoria a un tema lleno de matices.
2 Recomiendo, a quién esté extremadamente interesado en pasarla mal por un buen motivo, que se interiorice en este tema.
3 El Test de Turing es un experimento conceptual propuesto por Alan Turing en el año 1950. En este se busca evaluar la capacidad de una máquina de simular el intelecto humano a través de una examinación subjetiva de un observador sobre una conversación entre un humano y una máquina. Si el observador es incapaz de distinguir cuál de los dos participantes es humano y cuál es la máquina, se considera que esta última es capaz de emular la mente humana contra la que fue comparada.
4 La retroalimentación es la capacidad de un modelo de inteligencia artificial de nutrirse de datos recopilados en base a estímulos que se generaron como consecuencia de sus propias acciones. No es el programador quién introduce selectivamente desde afuera los datos que elige emplear para su entrenamiento, sino que es la misma inteligencia artificial la que recopila información a medida que desarrolla tareas.
5 Entendamos que no es fácil pensar como hacer para “jugar con el otro” sin que ese otro no esté obligado a jugar al mismo tiempo. Una opción es jugar por turnos, lo cual implica una dinámica pausada pero asincrónica, donde cada uno “se toma su tiempo” para jugar. Sin dudas, una experiencia para nada compatible con la adrenalina de un juego de pelea. Poder desacoplar la experiencia de juego en tiempo real de la necesidad de coordinar la conexión con otro jugador, pero sin alterar la dinámica, ni proponer un juego por turnos, es un desafío que la inteligencia artificial permite superar muy satisfactoriamente.
Referencias
[1] Chen, J. X. The Evolution of Computing: AlphaGo. Comput. Sci. Eng., 2016, 18 (4), 4–7.
[2] Campbell, M.; Hoane, A. J.; Hsu, F. Deep Blue. Artif. Intell., 2002, 134 (1), 57–83.
[3] Conway’s Game of Life. Wikipedia; 2024.
[4] Teselación de Penrose. Wikipedia; 2024.
[5] GAIA – 4a Competición Internacional de Comportamientos Inteligentes de MsPacMan Vs Ghosts – 2024 (https://gaia.fdi.ucm.es/research/mspacman/competicion/)
[6] StarCraft AI Competition. (https://www.cs.mun.ca/~dchurchill/starcraftaicomp/index.shtml)
[7] AI Birds.org – Angry Birds AI Competition. (http://aibirds.org/).
[8] Smit, R.; Smuts, H. Game-Based Learning-Teaching Artificial Intelligence to Play Minecraft: A Systematic Literature Review. 2023.
[9] Ricciardi, A.; Thill, P. Adaptive AI for Fighting Games, 2008, 12(200).
[10] Designing AI for Killer Instinct; 2017, (https://www.youtube.com/watch?v=9yydYjQ1GLg)
por Fede Movilla